Un zorro bohemio
Por Alfredo Parga


  A los 88 años murió "Gigi" Villoresi, un símbolo del automovilismo italiano; compitió en la Fórmula 1, con Ferrari, Maserati y Lancia; vaticinó las grandes conquistas de Fangio.

  A los 88 años, Luigi Villoresi murió ayer en Módena. La noticia golpea más, porque se trata de un amigo. La última vez que me encontré con Gigi Villoresi fue en el Salón del Automóvil de París. Entonces, enfundado en un deslumbrante frac, estaba destacado por la empresa Lancia para vender los automóviles italianos de la soberbia marca a los nobles de Europa. Únicamente.
  Su buena memoria todavía lo acompañaba. Recordaba su última visita al autódromo La Barrosa, cuando Juan Manuel Fangio lo invitaba para que juntos, con Oscar Gálvez, compartiesen el momento de descubrir un nuevo paisaje para la velocidad más aterciopelada.
  Y preguntaba por Francisco Borgonovo. Y recordaba sus temporadas de los años '40, cuando todavía Europa temblaba por los ecos de la Segunda Gran Guerra y la maldita confrontación dejaba diezmada una soberbia generación de conductores que se atrevía a correr contra los alemanes. Aunque los alemanes tuvieran la montura de poderosos Mercedes y Auto Union...
  Ellos, los italianos, eran auténticos bohemios que profesaban el deporte automovilístico. Todavía el ingenio de los hermanos Maserati se sumaba para hacer, artesanalmente, coches "pura sangre" de carrera. Enzo Ferrari era un luchador joven y fuerte. Y Villoresi sentía crecer a su lado la más promisoria esperanza italiana: Alberto Ascari.
  "El zorro plateado" había llegado a Buenos Aires por primera vez, en compañía del cigarrillo perpetuo que alojaba en sus labios el avejentado Achille Varzi. Hasta allí, Villoresi era el pupilo y Varzi el maestro que, enfermo, se negaba a rendirse a su disminución física. Villoresi ganaba. Algunas veces por poca distancia, y Borgonovo tenía que convencerme de que las cosas no se habían programado entre los dos hombres, que tanto se respetaban.
  Cuando Varzi se transformaba en un triste recuerdo en Berna, Villoresi pasaba a ocupar el trono peninsular, pero calcando el viejo gesto, le enseñaba al joven Ascari cómo tenía que hacer para correr coches de carrera. Y entre el hombre mayor, a veces golpeado por la vida, y el joven que tenía como herencia un apellido ilustre, se creaba una amistad que no quebraría ni siquiera la muerte del joven Ascari ("el adversario más grande que tuve en mi vida", dijo Fangio).
  Siempre entusiasmado con la velocidad, "el zorro" corría los primeros seis años de lo que hoy se conoce como Fórmula 1. Con Ferrari desde 1950 hasta 1953; con Maserati y Lancia, apenas en 1954; un par de invitaciones en 1955, con Lancia, y finalmente, siempre por solicitud, con Maserati, en 1956.
  Un estilo pulcro. Una sonrisa permanente. Un constante batallar con la vida, que porfiaba con este hombre de palabra suave. De gesto fino.
  Cuando ya no era corredor, Lancia trataba de protegerlo de esa misma vida, con la que muchas veces no se entendía. Paradójicamente, había quedado sin motricidad. Lo recibiría el amor de gente muy grande, procurando acompañarlo en su honorable vejez. Cuando los corredores italianos se enteraban, maduros pilotos y jóvenes esperanzas se reunían para ayudarlo. No servía. La gloria estaba lejos. Había quedado muy atrás, como sus principales afectos. Su mirada no tenía brillo. Tengo para mí que esta vez se dejó ganar por la pena, aunque cualquiera, pensando que tenía 88 años, pudiera estimar que era natural este desenlace.
  Digo que no. Este hombre le había dicho a Fangio cuando el argentino salía campeón en 1951: "Volverás a serlo cuantas veces te lo propongas. Estoy seguro". Sin celos. Sin envidias. con la riqueza espiritual de los grandes. Y los grandes nunca se entregan. Aunque se los pueda llevar la pena...


Publicado en La Nación, el lunes 25 de agosto de 1997.