Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza,
ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción,
busca a Dios. Después se comprende que el fantasma que se perseguía
era Uno-Mismo.
Reflexioné mucho sobre el título y la calificación
que deberían llevar estas páginas. No creo que sea muy desacertado
tomarlas como autobiografía espiritual, como diario de una crisis,
a la vez personal y universal, como un simple reflejo del derrumbe de la
civilización occidental en un hombre de nuestro tiempo. Este derrumbe
que los comunistas imaginan un mero derrumbe del sistema capitalista, sin
advertir que es la crisis de toda la civilización basada en la razón
y la máquina, civilización de la que ellos mismos y su sistema
forman parte.
Estas reflexiones no forman un cuerpo sistemático
ni pretenden satisfacer las exigencias de la forma literaria: no soy un
filósofo y Dios me libre de ser un literato; son la expresión
irregular de un hombre de nuestro tiempo que se ha visto obligado a reflexionar
sobre el caos que lo rodea. Y si las refutaciones de teorías y personas
son muchas veces violentas y ásperas, téngase presente que
esa violencia se ejerce por igual contra antiguas ilusiones mías,
que sobreviven en letra muerta, en algún libro, a su muerte en mi
propio espíritu; en ocasiones, a su añorada muerte. Porque
también podemos añorar nuestras equivocaciones.
En 1934, cuando era un estudiante, fui enviado a un congreso
comunista en Bruselas. Iba a Europa imaginando que los males del movimiento
podían ser exclusivamente argentinos; todavía conservaba
muchas ingenuidades, todavía me resistía a aceptar el movimiento
stalinista como un sistema de vasos comunicantes.
El universo burgués me había asqueado, como
a tantos adolescentes, y me sentí impulsado hacia la revolución.
Pero de pronto, ese movimiento revolucionario se me hundía bajo
los pies, repentinamente me encontré en un vasto caos de seres y
cosas. La existencia, como al personaje de La náusea; se me aparecía
como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto; y como él,
sentí la ansiedad de un orden puro, de una estructura de acero pulido,
nítida y fuerte. Así lo había sentido ya en mi adolescencia,
cuando me precipité hacia la matemática, y ahora se volvía
a repetir el fenómeno, aunque con más fuerza y desesperación.
De ese modo, retorné a ese universo no carnal, a esa especie de
refugio de alta montaña al que no llegan los ruidos de los hombres
ni sus confusas contiendas. Durante algunos años estudié,
con frenesí, casi con furor, las cosas abstractas, me di inyecciones
de trasparente opio, viví en el paraíso artificial de los
objetos ideales.
Pero en cuanto levantaba la cabeza de los logaritmos y
sinusoides, encontraba el rostro de los hombres. En 1938 trabajaba en el
Laboratorio Curie, de París. Me da risa y asco contra mí:
mismo cuando me recuerdo entre electrómetros, soportando todavía
la estrechez espiritual y la vanidad de aquellos cientistas, vanidad tanto
más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre
la Humanidad, el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo; mientras
se aproximaba la guerra, en la que esa Ciencia, que según esos señores
había venido para liberar al hombre de todos sus males físicos
y metafísicos, iba a ser el instrumento de la matanza mecanizada.
Allí, en 1938, supe que mi fugaz paso por la ciencia
había concluido. ¡Cómo comprendí entonces el
valor moral del surrealismo, su fuerza destructiva contra los mitos de
una civilización terminada, su fuego purificador aun a pesar de
todos los farsantes que aprovechaban de su nombre!
De Francia pasé a los Estados Unidos, donde pude
ver el Capitalismo Maquinista en su más vasta perfección.
Volví a mi patria y empecé a escribir un. primer balance,
que publiqué en 1945 bajo el título de Uno y el universo.
En el prólogo, escribí: "La ciencia ha sido un compañero
de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás. Todavía
cuando nostálgicamente vuelvo la cabeza puedo ver algunas de las
altas torres que divisé en mi adolescencia y me atrajeron con su
belleza desposeída de los vicios carnales. Pronto desaparecerán
de mi horizonte y sólo quedará el recuerdo. Muchos pensarán
que esta es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi
condición humana. De todos modos, reivindico el mérito del
abandonar esa clara ciudad de las torres -donde reinan la seguridad y el
orden- en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura
"
Durante cinco años me he movido en este continente
conjetural. Sé mucho menos que antes, pero al menos ahora sé
que no sé y sonrió melancólicamente al releer algunos
capítulos de aquel primer balance, todavía habitado de tantos
fantasmas; todavía candoroso creyente en ciertos cadáveres
del mundo que fue. No incurrir en la nueva ingenuidad de imaginar que ahora
me he desembarazado de cadáveres y fantasmas. Pero sí tengo
la convicción de entrever ya con mayor crueldad los contornos del
Uno-Mismo en medio de la confusión del Universo.
Santos Lugares, marzo de 1951.