Prólogo

De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión jueron borroneando, El otro, el mismo es e1 que prefiero. Ahí están el Otro poema de los dones, el Poema conjetural, Una Rosa y Milton, y Junín, que si la parcialidad no me engaña, no me deshonran. Ahí están asímísmo mis hábitos: Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción de1 tiempo que pasa y de la identídad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda ser compartído.
Este libro no es otra cosa que una compilación. Las piezas fueron escribiéndose para diversos moods y momentos, no para justificar un volumen. De ahí las previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de líneas enteras. En su cenáculo de la calle Victoria, el escrítor -llamémoslo así- Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variacíones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos bínario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro. Tales eran los deplorables modales de aquella época, que muchos miran con nostalgía. Todos queríamos ser héroes de anécdotas tríviales. La observación de Hídalgo era justa; Alexander Selkirk no difíere notoriamente de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura la milonga que he títulado Un cuchillo en el Norte y quízá el relato El encuentro. Lo extraño, lo que no acabo de entender, es que mis segundas versíones, como ecos apagados e involuntarios, suelen ser ínferíores a las primeras. En Lubbock, al borde del desierto, una alta muchacha me preguntó sí al escríbir El Golem, yo no había intentado una variacíón de Las ruinas circulares; le respondí que había tenido que atravesar todo el continente para recíbír esa revelación, que era verdadera. Ambas composiciones por lo demás, tienen sus diferencías; el soñador soñado está en una, la relación de la divinídad con el hombre y acaso la del poeta con la obra, en la que después redacté.
Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos índividuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historíadores de 1a litera-tura o al mero escándalo, como el Finnegans Wake o 1as Soledades. Alguna vez me atrajo la tentacíón de trasladar al castellano la música del inglés o del alemán; si hubiera ejecutado esa aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta, como aquel Garcilaso que nos dio la música de Italia, o como aquel anónimo sevillano que nos dio la de Roma. o como Darío, que nos dio la de Francia. No pasé de algún borrador urdido con palabras de pocas sílabas, que juiciosamente destruí.
Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.
Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca -la de mi padre-; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geograjías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes. En el Poemaconjetural se advertirá la influencia de los monólogos dramáticos de Robert Browning; en otros, la de Lugones y, así lo espero, la de Whitman. Al rever estas páginas, me he sentido más cerca del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y que ahora lo niegan.
Pater escribió que todas las artes propenden a la condición de la música, acaso porque en ella el fondo es la forma, ya que no podemos referir una melodía como podemos referir las líneas generales de un cuento. La poesía, admitido ese dictamen, sería un arte híbrido: la sujeción de un sistema abstracto de símbolos, el lenguaje, a fines musicales. Los diccionarios tienen la culpa de ese concepto erróneo. Suele olvidarse que son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrepito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misteríoso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto.

J.L.B.